9 de noviembre de 2012

La Maladeta (Parte I)

Me gusta viajar en tren. Me encanta que me lleven de un sitio a otro mientras miro relajado cómo pasa el paisaje ante mis ojos y cómo va cambiando según se avanza. 

Me gusta levantarme, dar un paseo, y mirar con curiosidad cómo transcurre la vida a mi alrededor. Hoy el vagón no va excesivamente lleno y las azafatas parecen bastante relajadas; cerca de mi asiento, dos hermanos juegan a un juego inventado porque la película les aburre; no mucho más lejos, una mujer que, como yo, viaja sola, no para de hablar por teléfono y parece demasiado preocupada por cosas que seguro que pueden solucionarse más fácilmente de lo que cree. Un rato después, en el vagón restaurante, observo cómo una pareja discute por algo que no llego a entender demasiado bien. "Tomadlo con calma, ¡anda que no os queda puente por delante!" pienso mientras les contemplo.

"Tomadlo con calma" Puede que para algunas cosas me deba aplicar también yo ese consejo.

Entrar en el Pirineo siempre es laborioso, aunque sea en coche. Nunca tengo demasiado claro por dónde se tarda  más o menos, pero sí empiezo a reconocer ciertos lugares como a viejos conocidos, como esos lugares a los que uno vuelve y van avisando de para qué estás allí; por fin se acabaron las prisas y la vida de ciudad, por unos días volvermos a ser un poco salvajes y a tener que valernos por nosotros mismos.

Uno de esos lugares que ya resultan "viejamente" conocidos es Llanos del Hospital, la puerta del macizo del Aneto y de las Maladetas sea cual sea la estación del año. En él empiezo a conocer las montañas que le rodean, los caminos que conducen a La Renclusa y los pequeños ibones que encuentras. 

Ya he pasado por allí unas cuantas veces, y quizás ellos no se acuerden de mi porque soy uno de tantos, pero yo sí los reconozco, son únicos.

Como puerta del macizo que es allí se comienza a caminar, así que Alberto, mi compañero de faenas, y yo, nos ponemos en marcha. Hace fresco y entrar en calor no es fácil, además, tenemos algo de incertidumbre con la meteo y estamos preocupados porque no termina de mejorar, pero las las ganas de pasar un par de buenos días de monte ganan, así que ni nos planteamos volver atrás.
Mi compañero con el Plan d´Estan a sus espaldas 

Así, poco a poco, charlando entre nosotros, saludando a otros montañeros que vamos encontrando y esquivando algún inesperado destrozo en la carretera, llegamos al refugio. 

Desde que pise por primera vez un refugio, siempre he pensado que son sitios curiosos. Y es que un sitio donde se tienen contadas las rebanadas de pan porque "se suben a pulso"  y la calefacción es un lujo que no se tiene todos los días, tiene que serlo. Además, supongo que un refugio es algo que las personas reconocemos como un lugar seguro, un lugar que representa un pequeño abrigo para nosotros en medio de un lugar que puede llegar a ser extremadamente hostil, pero, en el fondo -y en la forma- es algo claramente creado por el ser humano para su comodidad. Los refugios no crecen ni se forman, se construyen.

Comodidad. Alguno seguro que se ríe cuando ha visto esa palabra, pero si ha estado unas cuantas veces en uno, aunque en las primeras visitas pienses que jamás podrás dormir más de un par de horas, uno se termina por acostumbrar; el cuerpo acepta las condiciones y termina por coger lo que necesita: alimento y descanso. 

Y eso es comodidad; la casa y la mesa están puestas y no hay que traerlas a la espalda, con lo que todo ello conlleva.
La Renclusa por la mañana pronto

Siempre que visito uno, y como pequeña costumbre, antes de cenar siempre bajo al comedor y doy una vuelta. Me gusta ver el ambiente que se suele respirar en los refugios -antes de irse a dormir, al menos- porque siempre hay una conversación común para todos y siempre te sorprendes con quien te encuentras allí; puedes estar sentado al lado de alguien con mucho bagaje a sus espaldas o de alguien que afronta su primer reto alpino y compartir mesa, mantel y conversación con ellos. De todos se aprende.

La cena es copiosa, como siempre, y el vino alegra la conversación. Mientras tomamos el postre empieza a nevar fuera, mala señal para mañana. Veremos si las predicciones aciertan al final y tenemos un día decente para volver a ver la alta montaña en estado puro: frío, hielo, roca y nieve. 

Se nota que es la primera de la temporada de frío y, aunque fácil, no las tengo todas conmigo, es Otoño y a saber cómo están las condiciones de nieve arriba; sin embargo, pisar nieve por primera vez en la temporada siempre es divertido y alegra. Y esa alegría es el motor que lo mueve todo, la chispa que lo inicia y hace olvidar cualquier otra preocupación; queremos vivir, y a ello vamos.  

Y es que la primera nevada del año siempre trae ilusiones; trae lusiones de un invierno frío y con mucha nieve e ilusiones de salidas al monte para seguir progresando; trae ilusiones de visitar sitios desconocidos en invierno y ver con tus propios ojos lo que sólo has podido ojear en libros o en las fotos de otros; trae ilusiones de libertad y de vivir lo que a uno le apetece vivir.

Serán los cambios, que motivan y nos alejan de la linealidad en que nos vemos sumergidos muchas veces; ahora el frío y la nieve es lo que toca vivir. La vida es un ciclo, así que hay que adaptarse y aprovecharlo, ya volverá el Verano.